Uno de los productos humanos más estimados por nuestra sociedad actual es el conocimiento especializado, puesto que este permite el averiguamiento más exacto del funcionamiento inherente de la realidad externa al sujeto cognoscente, facilitando así el objetivo de nuestra especie: la supervivencia. El sustantivo que se utiliza para calificar a las personas que ostentan este tipo de sapiencia es el de “intelectual”. En sus respectivos puestos de trabajo, ellos son bastante apreciados; pero es en el ámbito político donde su valor aumenta considerablemente ya que pueden prestar su ayuda en el sostenimiento y avance de un gobierno, ya sea de izquierda o derecha. Es por ello por lo que, dentro de los miembros de la llamada “inteliguentsia” surge cierto espíritu individualista que los hace sentirse de suma importancia para el buen funcionamiento de la sociedad y produciendo –en muchos casos– la sobrevaloración de sus actividades dentro del esquema general de las cosas.
Tal dinámica, que por algunos es tildada de egoísta y hasta liberal, a su vez hace sentir a este sector poblacional minoritario, un desprecio hacia las grandes mayorías, puesto que, gracias a su conocimiento, se sienten superiores a ellas. En los países periféricos, tal fenómeno suele encontrar un mayor rango de repetición debido al índice lamentablemente alto de ignorancia de los pueblos y al número relativamente bajo de especialistas. Irónicamente, se da que estos “técnicos” de naciones subdesarrolladas son, en la gran cantidad de casos, atraídos hacia el espectro conservador, del cual adoptan la concepción de que su función como demócratas de carta a cabal es el de dirigir a las brutas hordas de ciudadanos hacia el progreso, proclamando a su vez (en los casos más extremos) la necesidad de implantación de métodos autoritarios con la finalidad de evitar la satisfacción de una vulgar mayoría, zurrándose de tal manera en la noble idea de voluntad popular y en la vieja fórmula estadounidense de gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo.
Mas la verdad es que estos señores no son ni consecuentes ni demócratas, sino que son unos simples elitistas disfrazados que piensan que sus opiniones son las únicas determinantes en la continuación o fenecimiento de una política; razonamiento por el cual estarán dispuestos a entregarse a los centros de poder más rancios habidos y por haber. Los engranajes de la historia no se movilizan en base a “grandes hombres” o cosa parecida, sino gracias a las acciones de la colectividad, ya sea de manera organizada o espontánea. La negación de todo lo anteriormente mencionado, conlleva a la aceptación de criterios altamente ahistóricos y anticientíficos que encajan con una visión antojadiza y relativista de los sucesos civilizacionales, cosa que obviamente solo dificultaría la tarea de recolección de datos y entendimiento del mundo.
Ello no significa que se deba despreciar el rol dirigencial que ocupan ciertas personas en algunos contextos, porque al final los papeles que estos hombres o mujeres ejercen no determinan de por sí las condiciones habidas, ya que estas últimas se configuran por factores ajenos a lo subjetivo, haciéndose necesaria la adaptación, no la intransigencia ni el quietismo. Lo más recomendable que pueden hacer los intelectuales es el de aprenderse el lugar que ostentan dentro del esquema político, que es el de soporte, no de protagonismo. Ellos tienen la obligación –no solo moral, también histórica– de ayudar a las poblaciones a encausar sus respectivas exigencias, a conseguir los intereses mayoritarios, no los minoritarios. Si ello no es entendido, entonces el técnico deja de ser un auxilio y se convierte en un simple y llano estorbo, a lo cual simplemente atino a rescatar la frase del pepecista Luis Bedoya Reyes: “los técnicos se alquilan”.
Fuente: ROSARIO SÁNCHEZ, José Carlos. «Columna de Opinión No. 07 del 12.05.2021». Diario La Verdad. Lima, Perú.
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