Cuando el Huáscar zarpaba de algún puerto en busca de aventuras, siempre arriesgadas, aunque a veces infructuosas, todos volvían los ojos al Comandante de la nave, todos le seguían con las alas del corazón, todos estaban con él. Nadie ignoraba que el triunfo rayaba en lo imposible, atendida la superioridad de la escuadra chilena; pero el orgullo nacional se lisonjeaba de ver en el Huáscar un caballero andante de los mares, una imagen del famoso paladín que no contaba sus enemigos antes del combate, porque aguardaba contarles vencidos o muertos.
El Huáscar forzaba los bloqueos, daba caza a los trasportes sorprendía las escuadras, bombardeaba los puertos, escapaba ileso de las celadas o persecuciones, y más que nave, parecía un ser viviente con vuelo de águila, vista de lince y astucia de zorro. Merced al Huáscar, el mundo que sigue la causa de los vencedores, olvidaba nuestros desastres y nos quemaba incienso; merced al Huáscar, los corazones menos abiertos a la esperanza cobraban entusiasmo y sentían el generoso estímulo del sacrificio; merced al Huáscar, en fin, el enemigo se desconcertaba en sus planes, tenía vacilaciones desalentadoras y devoraba el despecho de la vanidad humillada, porque el monitor, vigilando las costas del Sur, apareciendo en el instante menos aguardado, parecía decir a la ambición de Chile: "Tú no pasarás de aquí". Todo esto debimos al Huáscar, y el alma del monitor era Grau.
Nació Miguel Grau en Piura el año 1834. Nada notable ocurre en su infancia, y sólo merece consignarse que, después de recibir la instrucción primaria en la Escuela Náutica de Paita, se trasladó a Lima para continuar su educación en el colegio del poeta" Fernando Velarde.
Por su silencio en el peligro, parecía hijo de otros climas, pues nunca daba indicios del bullicioso atolondramiento que distingue a los pueblos meridionales. Si alguna vez hubiera querido arengar a su tripulación, habría dicho espartanamente, como Nelson en Trafalgar: "La patria confía en que todos cumplan con su deber". Hasta en el porte familiar se manifestaba sobrio de palabras: lejos de la verbosidad que falsifica la elocuencia y remeda el talento. Hablaba como anticipándose al pensamiento con la más leve contradicción. Su cerebro discernía con lentitud, su palabra fluía con largos intervalos de silencio, y su voz de timbre femenino contrastaba notablemente con sus facciones varoniles y toscas.
En el combate homérico de uno contra siete, pudo Grau rendirse al enemigo; pero comprendió que por voluntad nacional estaba condenado a morir, que sus compatriotas no le habrían perdonado el mendigar la vida en la escala de los buques vencedores. Efectivamente. Si a los admiradores de Grau se les hubiera preguntado qué exigían del Comandante del Huáscar el 8 de Octubre, todos habrían respondido con el Horacio de Corneille: "¡Que muriera! "
Todo podía sufrirse con estoica resignación, menos el Huáscar a flote con su Comandante vivo. Necesitábamos el sacrificio de los buenos y humildes para borrar el oprobio de malos y soberbios. Sin Grau en la Punta de Angamos, sin Bolognesi en el Morro de Arica ¿tendríamos derecho de llamarnos nación? ¡Qué escándalo no dimos al mundo, desde las ridículas escaramuzas hasta las inexplicables dispersiones en masa, desde la fuga traidora de los caudillos hasta las sediciones bizantinas, desde la maquinaciones subterráneas de los ambiciosos vulgares hasta las tristes arlequinadas de los héroes funambulescos!
1885
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