Uno de los conceptos más universales que existen es el de la dialéctica –entendiéndose como un cambio constante que sufren los elementos a través del tiempo de acuerdo con las condiciones en las que estas se desarrollan– puesto que actúa en casi todos los ámbitos de la realidad, incluyendo la política. Lamentablemente, pareciera que esta ley ontológica no es muy bien entendida por una parte de la población que todavía considera ciertas configuraciones de pensamiento de hace siglos como «revolucionarias» o «vigentes», siendo el caso específico del liberalismo.
La ideología que hemos mencionado encuentra sus fundamentos más refinados en las ideas del pensador inglés John Locke, quien postula ante todo la autonomía del hombre y el rol en extremo reducido del Estado en proteger esta última; posteriormente desarrolladas más en amplitud por los enciclopedistas, y finalmente popularizadas en la jornada del 10 de agosto de 1792 durante la Revolución Francesa. Sin embargo, tiene que entenderse el por qué encuentra su mayor foco de difusión en el continente europeo y la razón de su espectacular popularidad en estas épocas.
En primer lugar, es en Europa Continental donde las condiciones de desarrollo estaban mejor encausadas que en otras partes del mundo; y segundo que es durante este periódico histórico en donde existe una desigualdad tremenda entre una clase económica dominante (la aristocracia terrateniente) y los estamentos siguientes (las burguesías y el campesinado), produciendo con ello un mayor deseo de igualación, primero en materia política y luego crematística (interés pecuniario).
La aplicación del mencionado programa –cuya máxima fue la de «dejar hacer y dejar pasar»– fue efectivamente un paso hacia adelante y pudo eliminar bastantes taras feudales, como los privilegios nobiliarios en materia de representación gubernamental y las altísimas barreras comerciales que succionaban las ganancias de las crecientes empresas a favor de los ya decadentes fundos agrarios, pero creo otros totalmente nuevos y cuya problemática fue progresivamente haciéndose más evidente. En los albores y mediados de la contemporaneidad, la nula observación de las transacciones comerciales y la poca intervención estatal empezaron a permitir graves crisis en donde lo construido en 50 años era destruido en solamente un mes, con ello ganándose la enemistad de un amplio sector del pueblo; aparte de que las crudas –pero bastante necesarias– reformas agrarias crearon un nuevo estamento totalmente desprotegido cuyos intereses se oponían directamente a los de la clase empresarial que había ascendido.
En suma, el liberalismo tenía vacíos cuyas previsiones doctrinarias eran incapaces de satisfacer las necesidades de la mayoría de la población, volviéndose eventualmente su defensa total una anacronía. Inclusive las capas burguesas más amplias que en un primer momento apoyaron la aplicación de la doctrina empezaron a renegar de esta, ya que a pesar de que las favoreció en un inicio, los mayores réditos le fueron dados a sectores muy específicos y minoritarios, siguiendo una tendencia centralizadora de la riqueza que una nación producía: además de que sus supuestos importantísimos derechos políticos adquiridos iban cada vez subordinándose al dinero y volviendo –esta vez indirectamente– a un estado de privilegios indirectos y basados en la capacidad monetaria. Era necesario un cambio.
En los momentos actuales, hay disenso en las formas y de quien debe liderar tal «revolución» si se le puede llamar así. Algunos llaman de nuevo a las capas burguesas amplias a ocupar el rol de liderazgo, mientras que otros claman por una vanguardia de obreros y empleados. Sin embargo, a pesar de todo, existe la certeza de que el liberalismo ya cumplió su ciclo histórico y que la revitalización política e ideológica es totalmente necesaria. Para terminar, recojo la frase del autor español Ramón Valle-Inclán, que, en una entrevista, al ser interrogado sobre el futuro de su país, dijo que «un liberalismo iluminado debe hacerse socialista».
Fuente: ROSARIO SÁNCHEZ, José Carlos. «Columna de Opinión No. 02 del 24.03.2021». Diario La Verdad. Lima, Perú.
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