Muchas tesis han esquematizado la relación subyacente entre filosofía y política. Esta concomitancia, que siempre ha sido simbiótica, y que la hemos visto desde sus inicios con los helénicos –Platón con su República, y Aristóteles con su Política–, peca de divorciarse como consecuencia de la posmodernidad (claro ejemplo de ello es el pedido de la ciudadanía –principalmente la juvenil– de resolver los problemas del sistema político, pero sin que mengue mediación política alguna, o lo que es lo mismo, resolver problemas políticos, pero sin participar en política, una muy común contradicción como hecho sintomático de la despolitización de las sociedades que augura la posmodernidad). Sin perjuicio de ello, la interrelación sistémica de ambas es innegable, a través de la historia de la filosofía y el pensamiento occidental. Lo verdadero no es el resultado –dice Hegel–, sino el todo; aquello que vincula el resultado a su principio (De Zan, 2009, p.244). Esta última sentencia hegeliana, hace referencia al concepto de sistema.
En el terreno de las ciencias, y con mayor razón de las ciencias sociales, la interrelación, no se nos presenta o se nos muestra, como un simple llamamiento a la aproximación, sino a un imperativo choque de visiones, factores y posturas, que sirven al contraste de las ideas.
Esta interrelación no solamente es y debe darse entre dos rubros de las ciencias sociales, sino que ahora más que nunca, y sin perjuicio de las posturas fukuyamianas del ocaso de las ideologías, es cuando las posturas políticas, necesitan más contacto con las ciencias empíricas, así como estas con las ciencias sociales y sobre todo con la filosofía, para evitar que aquel componente humanístico, sea reemplazado por el pragmatismo-economicismo de la necesidad. Y es que, en la búsqueda de la verdad, o al menos de la certeza, la miopía intelectual no es una opción viable.
Dentro de este marco, resalta un personaje de la filosofía, que, como los clásicos, entendió plenamente este proceso, y que significó lo neurálgico de la importancia de la mediación política, en la plasmación de todo proyecto filosófico o al menos en la garantía de su viabilidad futura.
«En 1670, escribe Spinoza un ‘Tratado Teológico Político’, interrumpiendo la redacción de la ‘Ética’, en la que hay ya precisas referencias al tema de la Ciudad; en 1677, la muerte le sobreviene mientras redactaba un ‘Tratado Político’ que quedaría lamentablemente inconcluso. Tan destacada presencia de la Política en una obra no demasiado extensa nos fuerza a preguntarnos: ¿Por qué habla Spinoza de lo que Descartes había silenciado, por tratarse de un ámbito en el que no caben ideas claras y distintas? De algún modo hay que dar razón de esta presencia, explicar a qué viene este esfuerzo teórico en torno a la política, y en definitiva, que función cumple está en la filosofía de Spinoza» (Valladolid, 1978, p.80).
Esta explicación comienza por una breve profundización en el proyecto filosófico (no político) de Spinoza. Para Spinoza, en el «Tratado de la Reforma del Entendimiento», es indispensable que, para garantizar la suma felicidad de los hombres, esta sea y se realice a través, por y mediante el conocimiento. Solo el conocimiento hace felices a los hombres. El conocimiento para Spinoza es un arma de liberación del ser. Contrario sensu, la guía del hombre por las pasiones solo crea los desacuerdos y las disputas, es por ello que el hombre y la comunidad de hombres o sociedad siempre deberán estar guiados por el inconmensurable poder de la razón, «ex ductu rationis agere vivere». Siendo que esta comunidad de razón o sociedad de razón de una manera pedagógica deberá procurar la racionalización de los individuos.
Hasta este punto la política –en contraste con la filosofía– se nos muestra como la forma más pasional de la actividad humana, por ende totalmente incompatible con el proyecto espinosista de una comunidad guiada por la razón y el conocimiento. Esta misma interrogante la compartimos con Valladolid:
«¿Cómo pueden las comunidades políticas reales –nunca plenamente racionales, desde luego– ejercer una actividad de promoción de la razón, siendo como son el resultado de la relación entre individuos plenamente irracionales? ¿No parece el ámbito político como un espacio divorciado de la razón?» (Valladolid, 1978, p. 83).
A esto Spinoza nos responde, «…hemos demostrado que el hombre alcanza el más alto grado de autonomía, cuando se guía al máximo por la razón. Y de ahí hemos concluido que aquella sociedad es más poderosa y más autónoma, que se funda y gobierna por la razón. Ahora bien, como la mejor regla de vida que uno puede adoptar para conservarse lo mejor posible, es aquella que se funda en el dictamen de la razón, se sigue que lo mejor es siempre aquello que el hombre o la sociedad hacen con plena autonomía…(…). Así pues, tras haber tratado del derecho de cualquier sociedad en general, ya es tiempo de que tratemos de la constitución mejor de cualquier Estado. Cual sea la mejor constitución de un Estado cualquiera, se deduce fácilmente del fin del estado político, que no es otro que la paz y la seguridad de la vida. Aquel Estado es, por tanto, el mejor, en el que los hombres viven en concordia y en el que los derechos comunes se mantienen ilesos» (Spinoza, 1986, p.118-119).
Lo que implica que una sociedad no puede tender a la racionalización, si el entorno estructural en donde se desenvuelve el individuo es irracional. Es por ello por lo que deberá tenderse a un Estado constituido conforme a la razón, y ello no puede lograrse de forma milagrosa, parafraseando a Valladolid (1978), sino precisamente con la participación activa de la ciudadanía.
Por ende, se concluye que, «en la medida en que las reglas que rijan la conducta social sean más racionales, su comportamiento encauzado por ellas será más racional. La racionalidad de la estructura social conlleva evidentemente una racionalización en el comportamiento externo de los individuos; hemos de pensar que estos han de conducirse al menos como si fueran racionales. ¿Y hasta qué punto es posible admitir, a la larga, en el mismo individuo, una conducta externa racional y una ‘conciencia irracional’, una duplicidad esquizoide? Parece lógico pensar que, poco a poco, la racionalidad social iría modelando la racionalidad individual. Y de este modo, la racionalización de los individuos no se operaría por medio de una ‘milagrosa’ conversión, sino por la acción determinante del Estado» (Valladolid, 1978, p. 86).
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