Durante estos tiempos electorales no es nada raro volver a escuchar ciertas palabras que muchas veces tienen intencionalidades para parcializar a las masas populares. Por el momento, nos enfocaremos en dos vocablos específicos, en los de «extremismo» y «radicalismo». La razón de esto es muy fácil, ya que tales son las dicciones que más son instrumentalizadas para generar rechazo hacia alguna propuesta política en específico. Cabe resaltar que este tipo de ejercicios es importante, ya que de esta manera podemos vislumbrar las dinámicas que el lenguaje dentro de la sociedad puede originar y ver también hasta cierto punto la llamada “hegemonía” gramsciana.
Generalmente, los grupos de poder político han querido hacer pasar estas dos voces por sinónimos, cosa que –si ponemos un poco más de atención y análisis– podemos ver que la identidad entres estas dos categorías políticas es totalmente ficta. Remontémonos a las definiciones que nos da uno de los órganos más especializados de la materia, la Real Academia Española, y de ahí desmenucemos el tema poco a poco.
Empecemos con «extremismo». La RAE nos indica que es la «tendencia a adoptar ideas extremas». Como uno puede apreciar a simple vista, la concepción no indica si hay racionalidad o no en el posicionamiento, sino que simplemente hay un acto de colocación en un espectro de pensamientos, que a su vez puede ser o no desarrollado. Aquí logra entenderse con cierta justicia la connotación negativa que se tiene de la palabra, porque es una acción espontánea no necesariamente esquematizada, y que –teniendo en cuenta nuestra historia– ha tenido bastante repetición dentro de nuestro escenario nacional.
Ahora, veamos «radicalismo». Según la Academia Española, es una «doctrina que propugna la reforma total del orden político, científico, moral y religioso». Esta definición es un mucho más desarrollada que la anterior, puesto que ya denota cierta esquematización de los ámbitos en que actúa: ya no se refiere solamente a la simple acción de posicionamiento dentro de un espectro de ideas, sino de una de serie de enfoques en temas diversos y complementarios con un fin que es el de cambiar un orden. Es en virtud de todo lo expuesto que parecería ser que el uso de esta palabra debería ser más cuidadoso que con «extremismo», situación inexistente y que merece una explicación.
El por qué de la igualación de estos dos conceptos puede encontrarse en el hecho de que el radicalismo, al postular que nuestra comunidad debe ser reformada de raíz por una miríada de razones, se gana una gran cantidad de opositores proponentes del status quo que lo tildan de las peores maneras, entre ellas la utilización de la palabra «extremismo».
En realidad, la llamada conducta «radical», en vez de ser demonizada, debería ser promovida, porque cualquier ideología progresista y científica tiene que reconocer la necesidad de un cambio en todas las esferas sociales y la implantación de un sistema mejor. Aquí ya ni siquiera es necesaria la dicotomía de reforma o revolución, simplemente el abordamiento de la cuestión de que todo, hasta cierto punto, necesita renovarse; aceptación que hace necesaria a su vez la adopción de un ideal (abstracto efectivamente) que sirva de motor para la construcción de algo nuevo y mejor, lo que el filósofo francés Georges Sorel llamaría «el mito». Cualquier organización buscadora del copamiento del poder que no tenga esta característica fundamental solamente demuestra su complacencia con el sistema, y, por lo tanto, su mediocridad en el entendimiento del mundo y de sus mecánicas.
Fuente: ROSARIO SÁNCHEZ, José Carlos. «Columna de Opinión No. 04 del 09.04.2021». Diario La Verdad. Lima, Perú.
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